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Anita y el derecho de los inocentes

  • Foto del escritor: Clara Mollá
    Clara Mollá
  • 29 mar 2023
  • 4 Min. de lectura

Asistimos a un momento en el que los derechos son la gran bandera que ondea en nuestra sociedad occidental que procede, aunque cueste reconocerlo, de un liberalismo que no ha traído más que relativismos y tragedias




Impactada como medio Twitter por la noticia de la maternidad con 68 años de Ana Obregón, me sorprenden aún más las imágenes saliendo en un carro de ruedas como si de un posparto se tratara. Sin entrar en detalles sobre la edad, su situación, la pérdida de su hijo o la frustración de una mujer que ha perdido en poco tiempo a las personas que más quería, quisiera detenerme en una cuestión que me inquieta especialmente y es la idolatría de los derechos.


Asistimos a un momento en el que los derechos son la gran bandera que ondea en nuestra sociedad occidental que procede, aunque a algunos les cueste reconocerlo, de un liberalismo que no ha traído más que relativismos, arbitrariedades y tragedias. Y sí, el liberalismo ha provocado que cuestiones como el aborto o la maternidad subrogada se conviertan en gigantes que se mueven y existen por un señor que todos conocemos: don dinero. Este señor, quien está detrás de todas estas propuestas, ha mostrado con una apariencia de bien aquellas maniobras que esconden una falta de libertad irremediable y un sometimiento agonizante que mujeres han confesado más tarde. Es quien mueve conciencias y es quien se lucra con las políticas de identidad que ahora presenciamos.


Volviendo a Anita. Desconozco el motivo o las causas que le han llevado a tomar esta decisión, pero lo que está claro es que quería ser madre ahora mismo, en este preciso momento de su existencia. Y claro, como por cuestiones evidentes no ha podido concebirlo en su propio seno, ha tocado recurrir al de otra mujer, de forma que ésta ha gestado en sus entrañas la criatura que, después de sus primeros momentos de vida y nueve meses de formación, ha pasado a manos de Ana. Del hospital ha salido con el bebé en brazos, en un carro de ruedas, parece que queriendo vivir la experiencia de la no maternidad al máximo.


Aunque estoy segura de que nuestro tiempo hará por romantizar e idealizar la estampa, me resisto a creer que la existencia de una persona sea fruto del empeño de una mujer que quiere forzosamente, contra incluso los límites de la propia naturaleza, vivir otra vez la experiencia de ser madre. Y si la cosa va de derechos, hablemos de los niños. ¿Acaso no tiene derecho un niño a existir con una familia que además muestre estabilidad? ¿No tiene una criatura el derecho de nacer por una razón que va más allá de un empeño o proyecto personal?


Hay un señor inglés que sabe mucho sobre cuestiones de derechos, mucho antes de que se diera esta situación y, para el colmo, ¡creo que da en el clavo!. “Para corromper a un individuo basta con enseñarle a llamar «derechos» a sus anhelos personales y «abusos» a los derechos de los demás”. Chesterton, ay, qué hombre. La cuestión es que la confusión entre derechos y deseos es evidente en esta circunstancia. No puedo negar que en el corazón de Ana estuviera el deseo de ser madre, quizá por las mismas entrañas como mujer, pero de ahí a que la maternidad se trate de un derecho hay una prolongada distancia. Es injusto para la criatura que viene, para ella misma y para la tercera persona, lamentablemente sin nombre, que ve crecer a la criatura en su seno. Ojalá sí, todas las mujeres sean madres, pero no por el mero fin de tener un hijo, sino porque será fruto de dos que comparten la misma vida y sea él la continuidad del querer entre ambos.


He tenido la suerte de nacer en un entorno donde los hijos no se han planificado, como si de un producto se tratara, sino que se han recibido con el asombro de quien recibe un regalo y el misterio de atender de forma privilegiada a un milagro. He de decir que no puedo conformarme con menos, que esta experiencia es el sello de que la vida, como la muerte, pero sobre todo la vida, viene dada, se nos escapa de las manos y no podemos hacer otra cosa que celebrarla porque ha sido y es un don inmerecido, ajeno a nuestro empeño aunque sí que responda a nuestros deseos más profundos. Los niños sembraban el caos porque tocaban a la puerta bajo las directrices de la providencia y no por los cómputos neuróticos que ciegan egoístamente la mirada o su fabricación a base de inyecciones. Que quieren que les diga, deseo vivir la vida de ellos, mis padres, mis abuelos, donde el embarazo sobrecogía de pronto a unos padres que, traspasados por la realidad que les sorprendía, acostumbraban a recibirlo como si del mismo cielo fuera enviado. De ser así, qué portentosa vida, con la mirada puesta en el cielo y sus prodigios más que en los cálculos.



 
 
 

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